lunes, 22 de septiembre de 2008

El adivino



(Banda sonora:http://es.youtube.com/watch?v=2iuuv_1TPYo&feature=related)

Se acercó algo beodo y renqueando con disimulo, mientras yo escondía la nariz dentro de la copa, un vaso de tubo con una piedra de hielo, whisky, ron, unas gotas de vodka, coca-cola y un chorrito de lima; mi bebida favorita en las noches hecatómbicas en las que me acostaría hasta con un tipo como éste, si no me desagradase tanto. El hombre, alto y enjuto como una jirafa, pero más triste, no interpretó correctamente el gesto, señal de lo que estaba por venir, y creyó que yo era tímida. Su aliento etílico me golpeó desde el techo.

- Hola guapa – me dijo forzando al límite la imaginación.

- Estudio – le contesté torciendo el cuello incómodamente hacia su rostro equino, allá arriba. ¡Qué alto era

- No me digas en qué – se irguió sin que le hiciera ninguna falta, satisfecho al pensar que la plaza había caído. Se le veía muy contento de sí y de su imponente aspecto de dandy sepulturero y agigantado. – Déjame que lo adivine – se sonrió de medio lado dejando ver un diente negruzco – te voy a sorprender – me guiñó un ojo legañoso. Sentí una compasión infinita y le respondí

- Es difícil – provocándolo y retándole para que, al menos él, se divirtiera.

- Déjame ver – afirmó por decir algo, pues en el suspiro de alivio de no verse rechazado y pateado de vuelta a la pista de baile, se le escapó todo el fuelle y el empuje inicial. Se recompuso, bebió un sorbo que lo volvió a trastornar y adoptó de nuevo el papel de chulo con el que, supuse, supuso él que me había conquistado. El tatuaje de puntos en la muñeca le iba bien al personaje que trataba a todas luces de interpretar y también la cicatriz en el antebrazo derecho, que seguramente se había hecho hacía muchos años, al caerse de la bici en el patio de su casa.

- Bolso y zapatos de tacón de aguja… – observó atinadamente- a juego – me dijo en voz alta, observando a duras penas desde tan lejos con una mirada impertinente, que él debía imaginar taladradora y perspicaz, lanzada con ebriedad por encima de su nariz, que parecía construída con el único fin de aspirar coca en los servicios– … y de piel de serpiente en peligro de extinción – terminó mientras contemplaba atento y con desagrado mis pies. Frunció el ceño con evidente disgusto que, sin embargo, pronto hizo a un lado, sin escrúpulos. – Yo diría que no eres vegetariana.

No me dio tiempo a decirle que eran de plástico contaminante de imitación y que no, que no estudiaba veterinaria. El gigante había visto mi crucifijo colgando de la cadenita al cuello, aunque en la oscuridad no se dio cuenta de que el muerto no era Cristo sino una mujer en paños menores que realizaba acrobáticamente un corte de mangas con los dedos de los pies. Mientras me miraba fijamente a los ojos con intensidad, muy seguro de sí, continuó con su discurso.

- Eres una mujer de convicciones firmes. Eso es algo que me gusta – dijo con cierta admiración. - Seguramente de una moral hipócrita – añadió provocador, dando un giro repentino a la conversación al observar que me llevaba la copa a los labios con fruición y creyendo, sin duda, que me impresionaría. No me inmuté. – Probablemente – insistió tenso – tienes una doble moral que te confunde a ti misma y una lucha interna entre el deber y el deseo – se acercó insinuante. Me produjo un repeluz y un temblor que volvió a equivocar. Se alejó con generosidad. – No te asustes, yo también tengo mis dilemas interiores, como lo blanco y lo negro. Y me gustan las mujeres así, como tú; no esas locas que ya no creen en nada. – Me miró benevolente y con repentina ternura. - ¿Cómo te llamas?

Estaba a punto de contestarle con un nombre falso, cuando en el local ahumado irrumpió de improviso la policía. Se vinieron hasta donde estábamos y se llevaron a mi hombre a la fuerza, tuvieron que emplearla y a rastras, detenido. Esto sí me impresionó levemente, sobre todo por sus convincentes gritos y protestas de inocencia, más incluso que por la patada que, sin querer, le dio al taburete a mi lado partiéndolo en dos. Conseguí en medio del barullo, mantener el equilibrio y la copa, que apuré de un solo trago. Me quedé sola y perpleja.

A la noche siguiente, el camarero, reconociéndome al llegar, vino a felicitarme y a invitarme a una copa en nombre del local, para celebrar mi oportuna y buena suerte. Había oído decir que el tipo aquel ya había matado a dos mujeres de puro aburrimiento.


(http://es.youtube.com/watch?v=qVaEPx_VyXs)

martes, 9 de septiembre de 2008

Por amor II. Para Wow




Apagué el CD de Jeanette y tras terminarme la tila humeante que me había preparado para calmar mis emociones, me desvestí y me arrebujé sobre la cama, entre las mantas, ideando perversidades que a él le gustarían y a mí me compensarían del tostón de tener que aguantarle. ¿Cómo se llamaba? aparte de ex o ingeniero. No lograba recordar nada de él excepto su voz, inolvidable, sus ojos dulces y su cuerpo. De todos modos, siempre fui muy mala para los nombres y esa noche, además, estaba muy distraída, no me podía concentrar. Tal vez aquel poco de fragante lejía, lamida en un momento de desesperación en el 3º, mezclada en el estómago vacío con la tibieza de la infusión me hubiera sentado mal, me preocupé. Lo primero que haría al día siguiente sería hacer que me llevara a comer a un buen restaurante, nada de mediocridades, y así celebrar nuestra oportuna reconciliación. Aunque teniendo en cuenta que estábamos en crisis quizás debería hacerlo durar un poco más y no exprimirlo tanto como la primera vez.
De pronto, me acordé del ascensor, ahora que habían desaparecido las nubes negras, y flacas, de mi horizonte, mi mente volvía a interesarse por el entorno y aquello había sido francamente curioso. Hasta daba miedo, si se pensaba bien. Me levanté y me eché cualquier cosa por encima, lo primero que pillé: las tanguitas rojas con dos largas orejas blancas y peludas de conejo colgando a cada lado sobre los muslos, el sujetador negro a juego, con sendos hociquillos en el lugar apropiado y una batita corta, verde y transparente, con un encajito calado en forma de diminutas y coloradas zanahorias. Cogí también el látigo, por si debía defenderme y me enfilé los botines negros de tacón más fino, alto y afilado. Nadie había resistido un 2º pisotón con ellos, sobre todo si conseguía darles en el sitio adecuado... cerca de la aorta, lo cual no era muy dificultoso cuando estaban tumbados y atados, como solían, claro que ahora no era el caso. Con el vecindario no se podía contar, no pecaban de solidarios, de lujo, sí, pero sordos como Beethoven, a juzgar por el poco caso que hacían a los gritos de auxilio de mi ingeniero que alguna vez habían salido del apartamento. O tal vez es que se hubiesen acostumbrado ya, recuerdo que la primera vez que estuve con él, sí me habían enviado a la policía. Bueno, en todo caso, mejor hacerme a la idea de que fuese lo que fuese tendría que enfrentarlo sola.

Me armé de valor y salí al rellano. Observé con un sobresalto que las cuerdas que sujetaban la cabina del ascensor se estaban moviendo. Me acerqué temerosa y de puntillas, procurando no hacer ruido, hacia el enrejado que cubría aquel hueco y en ese momento preciso se rompió tintineante la pulsera de cuentas que llevaba en la muñeca. Enseguida las perlitas rodaron por el suelo y por los escalones, con algunos destellos vivos y un sonido cristalino, apagado por el ritmo del ascensor. Las orejitas de conejo se enderezaron, pues sin querer enganché la anillita que servía para ello en un relieve de las rejas. Me liberé. La mayor de las cuentas, la más brillante, tropezó contra la pared, rebotó y colándose a la vuelta a través de las malditas rejas, fue a parar sobre el techo de la máquina, donde, después de circular un poco más, debió introducirse en algún lugar importante del mecanismo porque con un chasquido, las cuerdas se detuvieron en seco. Me asomé. Sí, allá abajo, había quedado la caja del ascensor, atascado. Aunque tenía algo raro, el color, la forma, no sé. Yo que conozco bien esos techos, por mi trabajo, juraría que era un modelo que venía y olía a Roma en vez del veneciano que solíamos tener, normalmente. Extraño. De su interior salieron con voz viril, algunos improperios y maldiciones. Descendí lentamente, intrigada, recogiendo a mi paso las canicas, una a una. Cuando llegué casi a la altura, me oculté un poco y atisbé desde arriba con cuidado, recelosa aún ante aquel prodigio de reaparición material metamorfoseada. Dentro de la preciosa antigualla vi a un muchacho, con aspecto latino y ojos aún más cálidos que, por la posición, no podían verme. Me interesé, quizás estuviese dispuesto a practicar un poco. Me hormigueó la muñeca derecha, que sostenía el látigo. En ese momento, como si me hubiese intuído, soltó un alarido de socorro que hizo retemblar todo el edificio, incluyendo las paredes. El techo del ascensor se abombó ligeramente escupiéndome de vuelta la bolita. Del susto se me cayeron de nuevo todas las cuentas que había recogido y bueno, cualquiera de ellas recuperó el lugar que la otra había desalojado y probablemente algunos más. Olvidé sobre la marcha la posibilidad que había estado considerando, aquellas puertas no se iban a abrir al menos en dos horas. Qué lástima. Di un latigazo de despedida restallante contra el suelo por el coraje de haber perdido mi pulsera, que quedó apagado por un 2º grito de auxilio del hombre encerrado tras las rejas, como un leoncito rugiente, pensé golosa, aunque con esa tremenda energía quizás sería mejor dejarlo allí, parecía más difícil de domar que el ingeniero, que era bastante pesadito, sí, pero me quería de verdad. Y sólo para él, recordé. Me di la vuelta y considerando zanjado el asunto, me volví a mi acogedor dormitorio, acompañada, tan sólo, de los gritos intermitentes del guapo muchacho. Se va a quedar afónico, recuerdo que pensé.

sábado, 6 de septiembre de 2008

Por amor


(Banda sonora:)

Llegué a mi habitación derrengada, después de subir a pie las ocho plantas del antiguo edificio. El ascensor no funcionaba. Por el camino, que olía a lejía mezclada con moho, comprobé en cada piso si la máquina estaba atascada en algún lugar y con la puerta abierta al vacío pero no era así. La caja no se encontraba en todo el recorrido, algo muy misterioso que, en cualquier otro momento, habría despertado mi curiosidad. Pero no esta noche.
No es que hubiese encontrado a mi novio con otro, no, era el mismo de siempre, sólo que esta vez no me habían querido entre ellos. Definitivamente, habían dicho. Una vez más, desbancada en la vida por un hombre, el famoso techo de cristal, blindado, que, en vez de romperse estrepitosamente sobre mi cabeza sólo la abollaba dejándome a medias inconsciente.
Me agaché y lamí el suelo del rellano del tercero, allí donde estaba aún fragante y húmedo de la fregona, apenas se notaba el sabor de la lejía, muy diluída. Demasiado lento, me dije y seguí subiendo. El hueco de las escaleras está enrejado, no sé por qué pero así es, desde antes de que llegara a vivir aquí. Tal vez sea porque el edificio es realmente antiguo.
No tengo tranquilizantes ni somníferos en los cajones de la mesilla, siempre dormí bien aunque poco. Las ventanas a la calle no me convencen, podría caer sobre alguien y por una vez, quisiera estar sola.
Colgarme y sacarle la lengua al mundo, eso estaría bien.
El móvil que suena, oh, siempre tiene que sonar en los instantes decisivos, como una bifurcación de la carretera en ojos de un borracho que vuelve a casa al amanecer.
Lo cogí.
Era mi ex, el ingeniero, no el que acababa de largarme, el anterior, al que dejé yo. Había encontrado otra vez trabajo y quería intentarlo de nuevo.
- Te demostraré que soy un hombre responsable, como tú querías. Se gana bastante, verás que es verdad que el otro lo perdí por la crisis y no por vago.
- Lo siento. Ahora soy yo... también me han echado. No me encuentro bien.
Pausa
- No es que me alegre - dice contento - pero ¿ves? Le puede pasar a todos.
- Sí - murmuro.
- No te preocupes, gano bastante. Podemos arreglarlo. ¿Querrás? Bueno, perdona ¿Nos vemos? ¿Quedamos y hablamos?
- Estoy cansada esta noche... Llámame mañana ¿vale? A las 10:37.
- Sí.
Cuelgo lentamente y sonrío. Bien, parece que ya no necesito matarme para no morirme de hambre. Hay futuro pues, maldita crisis. Me siento sobre la cama, me coloco bien los ligueros negros sobre las medias rojas y me echo a reir. Me felicito mientras contemplo dulcemente el látigo colgado inmóvil desde hace ya meses en la pared y lo acaricio con la mirada. He adelgazado un poco así que el corsé me apretará menos. Y a él ya le habrá crecido de nuevo la barbita. Suspiro. De nuevo al curro, y sin pasar por el INEM.