lunes, 6 de agosto de 2012

De aquellos viejos tiempos en que el honor era una palabra que se decía y utilizaba, al igual que todas las referentes a la ética, como un sofisticado florete antes de la barbarie, me fue legado, por la intercesión de un padre honesto, un sólido bloque de reglas por las que regir y en las que enmarcar mi conducta, de aquí a la eternidad, y que me sirvieron también como guía en la actividad periodística que desarrollaría en los tiempos futuros. El sentido de la justicia me impidió, como hacen otros colegas con exquisita labia y facilidad, criticar con saña y malevolencia taquera a la posible competencia de los recién llegados y de los espontáneos, a quienes los más veteranos tratan, sin remilgos, de quemar las alas que un día podrían quitarles el puesto o que, después de la muerte de Dios, la del periódico, ya les están arrebatando; razón que, añadida como un plus a la de mi sexo, explica suficientemente el hecho de que fuese las más de las veces relegada a tareas menores en el rincón oscuro de la profesión, algo que nunca, en el fondo, me importó demasiado mientras conservase la libertad de pensamiento y expresión, la que te da exquisitamente la falta de atención de los demás - y que consiste no en poder llamar idiota a los idiotas sino en poder decir lo que crees sin que te llamen idiota, reflejos de cristal inverso -. Por fortuna o por desgracia, la jaula constituyente del soporte vital de mi espantapájaros particular, el esqueleto que permite la postura erecta, fue atemperado por la más dócil y dúctil ética de la parte materna. Las reglas de la madre fueron siempre más aparentes y temerosas, sentidas quizás desde afuera y acompañadas internamente de un determinado son de fondo, difícil de percibir entre todos los otros rumores y la cadencia de algún baile insinuado que nunca se atrevió a esbozar. Recuerdo ahora su recuerdo de un día en que la pillaron a solas e intentaron sobornarla con un jamón. Mi padre se enfadó con ella cuando volvió a casa, no por aceptar un soborno sino por coger el jamón. Cuando el chico suspendió y aquellos padres encolerizados pasaron a pedir cuentas, ya sin ninguna elegancia, mi madre cayó de pie de su guindo particular, comprendiendo por fin a medias que la razón del enfado de mi padre no era del todo incierta. Se ofendió, más dolida por su error de juicio y por el afecto perdido de aquella pareja, en quienes había creído encontrar solamente amabilidad y cariño, que por el intento de corrupción. Mi padre la creyó inocente, pura e ingenua como un cántaro de leche pero yo que he llegado a conocerla mejor, de mujer a mujer, de hija imitadora a modelo existencial, sé que si no entendió la Idea de que la estaban sobornando fue más porque un jamón de mierda, fuese o no fuese pata negra, no era precisamente su idea de lo que pudiera ser un premio gordo ostentado tentadoramente ante sus ojos - para usted, señorita, por lo menos, un conde, le decía su profesor ya en parvulario - que por inocencia radical ante los extensos y constantes males de este mundo.