sábado, 1 de septiembre de 2012

Morir en la penumbra de un saxo olvidado, silencioso y cubierto de polvo, rodeado de gentes que comprendan que la muerte de un hombre solo en una tumba anónima y desconocida puede ser poseedora de belleza. Tan o aún más hermosa, siendo infeliz, que las lápidas grises, ordenadas y familiares que se cubren de flores. Tan o más, más, hermosas que las que se cubren de besos de desconocidos heréticos. Es un tipo de belleza distinta, que conmueve si la dejamos liberarse de la estúpida, humana, rutinaria y automática conmiseración hacia el - hermoso - abandono cuando ya ha sucedido sin que lo remediáramos; ofrendarle a un muerto lo que los vivos necesitan, incluyendo besos sobre piedras grises que sabe dios cuántas bocas antes habrán besado. Es evidente que de resucitar W., aunque fuese como fantasma, habría tratado de retener junto a él a un hombre tan atractivo en lugar de enviarlo a correr en pos de una lela, atragantada del mito poético e incapaz de verdadera poesía. Morir a la conciencia de la más absoluta soledad. Qué importa, realmente, si el aislamiento, físico o psicológico, es o no deseado, para qué perderse en las complejidades de las causas si es el efecto el que duele, inolvidable, demasiado tarde para dar marcha atrás. Ninguna escucha, demasiadas palabras devoradas y tragadas a la fuerza, como un buche de oca, asignado en el reparto de la suerte para convertirse en lata de paté. Tragar vocablos ajenos a los que se les aplica simultánea o posteriormente, con cuidado, un picadillo, para transformarlos en un relleno menguante e inconsistente, como un vómito. Mientras, continúan gastando el dinero con el objetivo de contar a los muertos y a los zombies que lo intentaron sin conseguirlo del todo. Tal vez sería mejor consolarlos sin sacarse la polla para ello. Parece un chiste de mal gusto, para algunos, un buen chiste, pero sólo es una anécdota. Un solo paso, fácil de dar cuando las neuronas se han entregado a una festividad enajenada y psicodélica, capaz de reducirnos al estado de imbecilidad necesario para encajar en un mundo divino. Ser consolado cuando ya no hay consuelo, tal vez sea por eso que nos cuentan. Ser consolado por aquellos que aún no llegaron al reinado del odio, criaturas intactas, protegidas por el guardián del centeno, si es que no las odiamos lo suficiente como para impedírselo del modo en que más nos rezarza de nuestra soñada venganza, casi indeseada cuando nos olvidamos al sol, como las lagartijas. Triste muerte, piensan de Marylin, pero siguen escuchándose a sí mismos, solamente. En el último instante, sin embargo, una pausa, debió de hallar una sonrisa completamente sincera. Descanse en la paz de la inconsciencia eterna.