martes, 9 de septiembre de 2008

Por amor II. Para Wow




Apagué el CD de Jeanette y tras terminarme la tila humeante que me había preparado para calmar mis emociones, me desvestí y me arrebujé sobre la cama, entre las mantas, ideando perversidades que a él le gustarían y a mí me compensarían del tostón de tener que aguantarle. ¿Cómo se llamaba? aparte de ex o ingeniero. No lograba recordar nada de él excepto su voz, inolvidable, sus ojos dulces y su cuerpo. De todos modos, siempre fui muy mala para los nombres y esa noche, además, estaba muy distraída, no me podía concentrar. Tal vez aquel poco de fragante lejía, lamida en un momento de desesperación en el 3º, mezclada en el estómago vacío con la tibieza de la infusión me hubiera sentado mal, me preocupé. Lo primero que haría al día siguiente sería hacer que me llevara a comer a un buen restaurante, nada de mediocridades, y así celebrar nuestra oportuna reconciliación. Aunque teniendo en cuenta que estábamos en crisis quizás debería hacerlo durar un poco más y no exprimirlo tanto como la primera vez.
De pronto, me acordé del ascensor, ahora que habían desaparecido las nubes negras, y flacas, de mi horizonte, mi mente volvía a interesarse por el entorno y aquello había sido francamente curioso. Hasta daba miedo, si se pensaba bien. Me levanté y me eché cualquier cosa por encima, lo primero que pillé: las tanguitas rojas con dos largas orejas blancas y peludas de conejo colgando a cada lado sobre los muslos, el sujetador negro a juego, con sendos hociquillos en el lugar apropiado y una batita corta, verde y transparente, con un encajito calado en forma de diminutas y coloradas zanahorias. Cogí también el látigo, por si debía defenderme y me enfilé los botines negros de tacón más fino, alto y afilado. Nadie había resistido un 2º pisotón con ellos, sobre todo si conseguía darles en el sitio adecuado... cerca de la aorta, lo cual no era muy dificultoso cuando estaban tumbados y atados, como solían, claro que ahora no era el caso. Con el vecindario no se podía contar, no pecaban de solidarios, de lujo, sí, pero sordos como Beethoven, a juzgar por el poco caso que hacían a los gritos de auxilio de mi ingeniero que alguna vez habían salido del apartamento. O tal vez es que se hubiesen acostumbrado ya, recuerdo que la primera vez que estuve con él, sí me habían enviado a la policía. Bueno, en todo caso, mejor hacerme a la idea de que fuese lo que fuese tendría que enfrentarlo sola.

Me armé de valor y salí al rellano. Observé con un sobresalto que las cuerdas que sujetaban la cabina del ascensor se estaban moviendo. Me acerqué temerosa y de puntillas, procurando no hacer ruido, hacia el enrejado que cubría aquel hueco y en ese momento preciso se rompió tintineante la pulsera de cuentas que llevaba en la muñeca. Enseguida las perlitas rodaron por el suelo y por los escalones, con algunos destellos vivos y un sonido cristalino, apagado por el ritmo del ascensor. Las orejitas de conejo se enderezaron, pues sin querer enganché la anillita que servía para ello en un relieve de las rejas. Me liberé. La mayor de las cuentas, la más brillante, tropezó contra la pared, rebotó y colándose a la vuelta a través de las malditas rejas, fue a parar sobre el techo de la máquina, donde, después de circular un poco más, debió introducirse en algún lugar importante del mecanismo porque con un chasquido, las cuerdas se detuvieron en seco. Me asomé. Sí, allá abajo, había quedado la caja del ascensor, atascado. Aunque tenía algo raro, el color, la forma, no sé. Yo que conozco bien esos techos, por mi trabajo, juraría que era un modelo que venía y olía a Roma en vez del veneciano que solíamos tener, normalmente. Extraño. De su interior salieron con voz viril, algunos improperios y maldiciones. Descendí lentamente, intrigada, recogiendo a mi paso las canicas, una a una. Cuando llegué casi a la altura, me oculté un poco y atisbé desde arriba con cuidado, recelosa aún ante aquel prodigio de reaparición material metamorfoseada. Dentro de la preciosa antigualla vi a un muchacho, con aspecto latino y ojos aún más cálidos que, por la posición, no podían verme. Me interesé, quizás estuviese dispuesto a practicar un poco. Me hormigueó la muñeca derecha, que sostenía el látigo. En ese momento, como si me hubiese intuído, soltó un alarido de socorro que hizo retemblar todo el edificio, incluyendo las paredes. El techo del ascensor se abombó ligeramente escupiéndome de vuelta la bolita. Del susto se me cayeron de nuevo todas las cuentas que había recogido y bueno, cualquiera de ellas recuperó el lugar que la otra había desalojado y probablemente algunos más. Olvidé sobre la marcha la posibilidad que había estado considerando, aquellas puertas no se iban a abrir al menos en dos horas. Qué lástima. Di un latigazo de despedida restallante contra el suelo por el coraje de haber perdido mi pulsera, que quedó apagado por un 2º grito de auxilio del hombre encerrado tras las rejas, como un leoncito rugiente, pensé golosa, aunque con esa tremenda energía quizás sería mejor dejarlo allí, parecía más difícil de domar que el ingeniero, que era bastante pesadito, sí, pero me quería de verdad. Y sólo para él, recordé. Me di la vuelta y considerando zanjado el asunto, me volví a mi acogedor dormitorio, acompañada, tan sólo, de los gritos intermitentes del guapo muchacho. Se va a quedar afónico, recuerdo que pensé.