viernes, 11 de abril de 2008

Compartir masa, otras maneras de ser sueco

Giré la cabeza atrás, 1 segundo antes de desaparecer por la puerta de la terraza. Es increíble lo rápida que es la visión. Él, de perfil, inclinado, echaba comida con pulso firme y sereno en el platito del gato que maullaba feliz mientras rodeaba sus piernas. Afuera, el taconeo se detuvo.
- El bolso - susurré apenas. Un gesto de su cabeza impertérrita hacia el cuello me confirmó que me había oído, a pesar de la impasibilidad en la expresión de su rostro. Escuché la llave girando en la cerradura y en tres saltos me hallé en el jardín. Afortunadamente era un bajo. Marché veloz y de puntillas por las zonas en sombra, con el corazón en los dedos y en la garganta, temiendo a cada instante ver surgir tras de mí a una mujer enfurecida. Finalmente me refugié en el único bar que quedaba abierto donde pasaría desapercibida entre la gente. Era un bar de guiris, rubios, ingleses, algunos con bigote y sombrero, a la moda de su país, es de suponer. Si hubiésemos estado en la época colonialista tal vez hubiese podido colar como una de sus sirvientas hindúes. Él me encontró enseguida. Una amapola en un campo de margaritas.
Nos fuimos juntos, me traía el bolso, el dinero, las llaves del coche.