viernes, 14 de marzo de 2008

Lapares

Mi amiga Lapares, a quien su ginecólogo llama angelito mientras la explora en busca del preservativo perdido, me asegura que en contra de la creencia general, los hombres son diferentes (entre sí). Y aporta, en pro de su argumentación, dos involuntarias experiencias:
A) Aparcamiento de la piscina. Decide quitarse la ropa e ir con el bikini, que lleva debajo, hasta el césped. Se saca la camisa e inmediatamente ve a un caballero contemplándola con ojos desorbitados y bajos a un tiempo, azorado, arrobado, culpable... a todas luces, confuso. Antes que pase 1 segundo, pudoroso y aterrorizado, gira bruscamente la cabeza y se aleja. Ella baja la vista para comprobar lo que ya intuye: el bikini se ha rodado impúdicamente dejando un pecho al aire. Ni rastro del señor que ha huído despavorido, es de suponer, por su aspecto, que con la anécdota grabada a fuego entre los tesoros de su memoria.
B) En cambio el otro día, sigue convenciéndome, sale a la terraza de su casa con una batita corta que apenas cubre el comienzo del muslo y debajo unas braguitas transparentes por todo atavío. Se inclina, pompis arriba, para coger el cacharro de comida del perro y se da la vuelta para encontrar la mirada de un desconocido radiante que la saluda con una gran sonrisa de oreja a oreja, aposentado, aparentemente comodísimo y por toda la eternidad, en el tejado del vecino. Están de obras. Tras el impacto, ella responde educadamente a su efusivo saludo, mientras el obrero contempla las distancias, en horizontal y vertical, que hay entre ambos. Esta vez es mi amiga la que huye al interior de su casa, echando la llave. Catiks, ojo al dato, si no tenéis criptonita, cuidadito con Superman.